Por JAVIER BERICUA GONZÁLEZ (Tomado de El Comercio Digital)
El papa Ratzinger ha dicho que «la crisis económica es un estímulo para redescubrir la sencillez, la amistad y la solidaridad, valores de la Iglesia Católica». Pues no, Santidad, no, la sencillez, la amistad y la solidaridad serían valores de otro tiempo, pero distan mucho de serlo de la actual Iglesia Católica, y la crisis económica que sufre el mundo tiene su origen en la injusticia, la soberbia y la codicia de unos pocos contra la mayoría de la humanidad. Y esta lacra debe ser denunciada y nunca aprovechada para retomar unos valores envueltos en celofán, exigidos en nombre de un Cristo falseado por traicionado.
África se muere de hambre, de sed y de sida. No vive por eso las mejores condiciones para sembrar valores que le están siendo negados por el mundo de la abundancia y el derroche. Sólo en España, octava potencia económica, seiscientas mil familias tienen a todos sus miembros sin trabajo. Parados producto de la crisis de los que han hecho de la riqueza mundial un patrimonio que sólo disfrutará el 20%, mientras el 80% de la miseria programada se amontona sobre las espaldas de una mayoría aplastada.
Hay dinero en el mundo, Santidad. Mucho dinero para guerras preventivas, para explotar manantiales de petróleo, para invertirlo en sangre rentable que cotiza en Bolsa, para construcciones faraónicas que rezuman sudor de albañil, para una emigración miserable que trae a los países ricos mano de obra barata e ilegal.
Esto es lo que hay que denunciar, Santidad, con toda la energía que proporciona un evangelio preocupado por lo profundamente humano. Pero resulta imposible este enfrentamiento con la injusticia desde una Iglesia no comprometida en la lucha de los más abandonados, que asume la pobreza como un adorno, como un anestesiante de conciencia, y no entiende por eso la teología de la liberación. Su discurso, Santidad, suena a ironía, afrenta y escarnio. De las bienaventuranzas de los pobres están excluidos los que no asumen al hombre como valor supremo ante Dios.
Ser pobre significa reconocer las limitaciones ontológicas de lo humano. Empujar a la pobreza constituye un genocidio al que no es ajena la Iglesia, una institución que el año pasado gastó 537,6 millones de euros sólo en el Vaticano, un país de 0,44 Km2 poblado por 826 personas. ¿Hablamos de crisis, Santidad?
No hay comentarios:
Publicar un comentario