
Por RAMÓN BARRERAS FERRÁN
Asusta leer las informaciones más recientes sobre el crecimiento estimado de la población mundial. Y no es porque falten espacios para convivir ¿en paz?, sino porque cada vez son más acuciantes los problemas causados por la falta de alimentos y el aumento de la pobreza, debido a la inequidad entre pobres y ricos.
Varias fuentes fidedignas han dado a conocer que en el próximo mes de octubre seremos siete mil millones de personas en el planeta Tierra y que en 2043 la cifra se elevará a nueve mil millones.
No por gusto el tema ha sido analizado en la Organización de Naciones Unidas. La cuestión resulta altamente preocupante, porque la relación entre el crecimiento poblacional y el aumento de la cantidad de hambrientos es directamente proporcional. A eso hay que sumarle la carestía gradual y al parecer imparable del costo de los alimentos.
En América Latina hoy somos unos 600 millones de habitantes, equivalentes al 8,6 por ciento de la población total del mundo, pero en 2050 en las naciones de la región vivirán 750 millones. Según estimados conservadores de la oficina regional de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), en el continente suman 56 millones de personas hambrientas.
Algunos especialistas llenos de optimismo aseguran que la producción de alimentos aumentará en un 70 por ciento para 2050. Considero que esos analistas no han tomado en cuenta las afectaciones provocadas y por provocar por el cambio climático: inundaciones, sequías, elevación o disminución brusca de la temperatura, los cada vez más frecuentes fenómenos naturales y la contaminación de las aguas y la atmósfera.
Las cosechas podrán aumentar quizás, pero a los supermercados y sitios de venta seguirán acudiendo únicamente los que disponen de financiamiento, mientras los empobrecidos se tendrán que conformar, como hasta ahora, con contemplar las vidrieras y estantes repletos de productos o seguir buscando en latones de desperdicios y basureros algo que llevar al estómago.
Ante ese panorama desolador y la realidad del crecimiento poblacional, la ONU ha establecido varios desafíos que deben ser atendidos con urgencia y prioridad: la producción de alimentos como número uno, las emisiones de CO2 a la atmósfera, el envejecimiento acelerado de la población, la atención a los adolescentes y la educación. Y yo, modestamente, le agregaría dos más: la cada vez más notable emigración del campo a las ciudades en busca de mejores condiciones de vida y el aumento acelerado del desempleo.
¿ALIMENTACIÓN?
La FAO, con sus siempre buenas intenciones, ha convocado una vez más a la celebración el próximo 16 de octubre del Día Mundial de la Alimentación, lo cual, evidentemente, resulta un eufemismo en medio de un mundo con mil millones de hambrientos en todos los continentes y sin solución plausible, a pesar de cumbres y promesas.
Pensemos solo en lo que ocurre actualmente en el denominado Cuerno Africano. Faltan alimentos y agua y las personas mueren por cientos, sin que la ayuda humanitaria tantas veces reclamada y prometida logre paliar, al menos, la muy dolorosa situación de los niños. Muchos, desde la altura del poderío, miran impasibles las imágenes de tantos seres humanos desnutridos, con las manos extendidas y los labios cuarteados, a punto de perder la vida, pero nada hacen.
Debía denominarse Día Mundial de la Lucha Contra el Hambre. Sería más adecuado y movilizaría a mayor número de personas.
Y en esta ocasión el lema central de la jornada está vinculado, nada más y nada menos, que al precio de los alimentos.
¿Quién le pone el cascabel al gato? Los precios, lejos de bajar, suben y, por supuesto, las naciones pobres resultan las más perjudicadas, porque las ricas siempre encuentran —a pesar de las crisis, como la que ocurre en Grecia— las fórmulas para obtener créditos bancarios blandos o ayudas monetarias para comprar lo necesario y hasta lo que no lo es tanto.
La FAO acaba de plantear que entre 2005 y 2008 los precios mundiales de los alimentos básicos alcanzaron sus máximos valores en 30 años. Durante los últimos 18 meses de ese período, el precio del maíz aumentó un 74 por ciento, mientras que el del arroz se multiplicó por cerca de tres (un 166 por ciento).
"En más de 20 países se registraron disturbios relacionados con los alimentos. Los editorialistas decretaron el fin de los alimentos baratos. Entonces, tras alcanzar su valor máximo en junio de 2008, los precios se desplomaron —disminuyeron un 33 por ciento en seis meses— a medida que una extensa crisis financiera y bancaria empujaba a la economía mundial a la recesión".
En 2010 los precios de los cereales se dispararon y aumentaron un 50 por ciento, y continuaron incrementándose durante 2011 antes de comenzar a caer en cierta medida en el segundo trimestre de ese año.
Señala la FAO que los economistas creen que es probable que los altibajos de los precios experimentados desde 2006 se repitan en los próximos años. En otras palabras: es probable que la volatilidad de los precios de los alimentos —el término técnico con el que se denomina el fenómeno— haya venido para quedarse.
Por supuesto que esa no es una buena noticia. Las variaciones drásticas de los precios, especialmente al alza, constituyen una grave amenaza para la seguridad alimentaria de los países en desarrollo. La población pobre es la más gravemente afectada. De acuerdo con el Banco Mundial, entre 2010 y 2011, el aumento de los costos de los alimentos llevó a cerca de 70 millones de personas a la pobreza extrema.
Entonces, si para los que estamos sobre la faz de la tierra no alcanza lo que se produce, sobre todo por una mala distribución de las riquezas, cuando sumemos nueve mil millones ocurrirá como dice una popular afirmación cubana: "Éramos muchos y parió Catana".
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● La grave crisis alimentaria, Reflexión de Fidel
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