miércoles, 26 de octubre de 2011

Hambrientos e indignados


Por Saúl Arellano (La Crónica de Hoy - Internet)

Mil millones de personas en situación de hambre, y casi 3,500 millones en situación de inseguridad alimentaria en el mundo no son cifras que puedan tomarse como sinónimo de poca cosa. Tampoco lo es que, ante el incremento de los precios de los alimentos en todo el mundo, desde hace dos años el Banco Mundial haya decidido mover de su “línea de la pobreza extrema” la cifra de un dólar al día, por el de 1.25 dólares diarios.

Lo anterior significa, pues, que los predicadores del Consenso de Washington consideran que la humanidad puede tasarse en escala monetaria, y que la dignidad y la libertad pueden comprenderse desde el frívolo ámbito de la determinación del poder adquisitivo.

Desde esta perspectiva, la indignación que da nombre genérico a los múltiples movimientos de protesta alrededor del mundo no hace sino describir el estado de cosas al que nos han llevado; por una parte, el cinismo y la voracidad de los barones del dinero; por otra, la corrupción, incapacidad e irresponsabilidad de la mayoría de los gobernantes, en todos los órdenes y niveles; pero por la otra, también, la irresponsabilidad individual de cada uno de nosotros, al no haber hecho manifiesto el hartazgo desde hace ya varios años.

Sin llegar a la afirmación del tango aquel en el cual se sostiene que “el mundo fue y será una porquería”, lo cierto es que la crisis económica y financiera por la que estamos atravesando no será comprendida a cabalidad si no es asumida como el mayor síntoma del agotamiento del modelo de desarrollo del capitalismo voraz que se quedó sin contrapeso ético y político desde recién iniciada la década de los 90 en el siglo pasado.

En este contexto, la indignación que se manifiesta no sería sino una farsa, si se contentara con tratar de que las cosas volvieran al estado previo al que estallara la crisis, por la simple razón de que ya entonces las cosas estaban bastante mal, al grado que fue necesario inventar la segunda parte de la Guerra de Irak.

Así las cosas, es válido sostener que Occidente está pagando los costos de una cultura hipócrita y de un modelo civilizatorio depredador de la ecología y, con ello, de lo humano. Quizá suene exagerado, pero hay muchos indicios que nos muestran estar al borde de un colapso sin precedentes de las estructuras político-económicas, tal y como fueron diseñadas a partir de la segunda mitad del siglo XX.

Haber hecho siempre apología del egoísmo, la competencia feroz y la codicia como criterios no sólo válidos, sino aplaudidos en tanto guías y reguladores de las relaciones humanas, está costándonos muy caro porque nos ha hecho no sólo caer en la espiral de caos y desorden global que hoy estamos, sino que nos habrá llevado a perder al menos 20 años en términos de posibilidad de recomponer los equilibrios mundiales y generar condiciones de mayor justicia para todos.

Así pues, el reto al que hoy nos enfrentamos como humanidad se encuentra en la posibilidad de construir una nueva ruta para el desarrollo y el bienestar, para lo cual vamos a necesitar transformar muchas de las ideas que estaban en la base del modelo que hoy por hoy está agotado y colapsado.

Primero. La humanidad deberá comprender que no hay biomasa suficiente para alcanzar los niveles de vida que fueron establecidos como aspiracionales, tomando como referencia los modelos de Estados Unidos y Europa. Es decir, con la tecnología y recursos con que hoy contamos, no alcanzarían, ni todos los recursos planetarios, para que cada uno de los 7 mil millones de seres humanos que habitamos el mundo tuviésemos un ingreso promedio de 30 mil dólares al año.

Segundo. En consecuencia con lo anterior, no se trata de generar nuevas tecnologías para ampliar nuestra capacidad depredadora del planeta, sino transformar radicalmente los patrones y modelos de consumo hoy vigentes. Las preguntas fundamentales serán, pues, por ejemplo: ¿Qué queremos tener y para qué? ¿Es deseable vivir para consumir y comer sólo para sobrevivir?

Tercero. Será fundamental apostar por una ética solidaria globalizada, que permita transformar las prioridades. Por ejemplo, ¿por qué les preocupa a los países occidentales intervenir militarmente, derrocar dictaduras e instaurar la democracia privilegiadamente en los países en donde hay petróleo, oro, uranio o diamantes? ¿Por qué no exigir democracia y derechos humanos en países como Haití o Darfur?

Cuarto. Tendremos el reto de construir nuevos modelos educativos que tengan la capacidad de promover la iniciativa y la responsabilidad individual, pero dirigidas no hacia la competencia, sino a la formación de seres humanos de excelencia. Valdría la pena preguntarnos si no es posible hoy, en pleno siglo XXI, aspirar a un “modelo de ser humano” capaz de preocuparse por los demás, de ser solidario (que no caritativo), responsable con sus semejantes y con el planeta y…

Quinto. La humanidad debe comprender los alcances de las grandes crisis planetarias que nos aquejan, a fin de estar a la altura de lo que ellas implican en términos de trabajo y cambio, entre otras: a) la crisis del empleo y el fin de la era del trabajo, tal y como se entendió en el siglo XX; b) la crisis ecológica y medioambiental; c) la crisis económica y financiera del capitalismo mundial; d) la crisis de la política, la representatividad y la legitimidad de la democracia; e) la crisis de la seguridad pública mundial, amenazada por los cárteles de las drogas, los traficantes de armas y los tratantes de seres humanos; f) quizá la más profunda de todas, la crisis cultural y del modelo civilizatorio, el cual requiere ser replanteado a fin de quedarnos con lo mejor de los valores modernos, pero transitando hacia nuevas formas de convivencia, pensamiento y eticidad.

Las hambrunas están caracterizadas siempre por los rostros de la muerte y la enfermedad, que no son sino las imágenes en el espejo de la desigualdad y la injusticia.

Quien vive con hambre será siempre una víctima y lo peor del caso es que el mundo está plagado por miles de millones de ellas. Esta realidad debe llevarnos a plantear una indignación permanente porque si de algo podemos estar seguros es de lo inaceptable que resulta, desde el punto de vista que se quiera, que la pobreza más atroz se convierta en una realidad permanente y en un “mal necesario para el desarrollo”

Ante los dilemas apenas esbozados las respuestas seguramente tardarán en llegar, pues la construcción de soluciones viables pasa por una enorme complejidad; sin embargo, tales retos podrían aligerarse si somos capaces de asumir la sencillez que implica indignarnos ante tanta pobreza, la desigualdad, la explotación, pero sobre todo, ante la radicalidad de la tristeza que debe significar vivir con hambre o, peor aún, morir a causa del hambre.

sarellano@ceidas.org

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