
Acabo de leer los materiales Romper el ciclo de la pobreza. Invertir en la infancia, conferencia impartida por Amartya K. Sen, y Los nuevos actores, de Gro Harlem Brundtland, y a mi mente vinieron de inmediato los días finales del año 1999. El escenario era la ciudad de La Ceiba, en el norte de Honduras. La nación centroamericana había quedado devastada por el paso del huracán Mitch.
Todas las mañanas, junto con cuatro médicos cubanos que atendían a la mayoría de la población pobre de esa localidad, iba a desayunar a un restaurante –nada lujoso, por cierto— que estaba ubicado frente a la línea de un tren suburbano. Y todas las mañanas, sin excepción, frente a la puerta de cristal con el cartel “Empuje”, estaba el niño de cabellos rubios y ojos vivaces, con la ropa raída, descalzo, famélico… Me miraba con un reclamo que laceraba mi alma. No decía una palabra. Cuando me sentaba frente a los alimentos, del otro lado del cristal extendía su manito, pidiendo algo que llevar a su boca.
Una y otra vez dejaba casi intacto el desayuno y envolvía en servilletas dos pasteles y se los daba. Él sonreía agradecido y con una voz casi ininteligible, decía: “Gracias, señor”.
Era el rostro infantil del hambre. Él simbolizaba –al menos para mi— a los 854 millones de personas que no se alimentan en el mundo, de los cuales 54 millones –el 10 % de la población— viven en América Latina.
El problema, por su agudeza y sensibilidad, como tanto ha insistido la FAO, va más allá de una simple valoración del descuido en la etapa de la niñez, como afirma el conferencista. Es cierto lo que él subraya: “la pobreza se observa con una visión limitada”. Pero centra la perspectiva del desarrollo, privativamente, en la denominada “libertad humana”, como parte de la “vida social”.
Esa es sólo una arista de tan complejo problema.
Reseña, en una parte, el efecto de la economía y especialmente del Producto Interno Bruto, también llamado Producto Bruto Nacional, en la conformación de una estructura social capaz de garantizar la atención y los cuidados a los infantes: salud, educación, alimentación, programas de desarrollo…
No obstante, hay un aspecto sólo mencionado, que es la voluntad política, el cual resulta, en esencia, la base principal para afrontar y erradicar en la medida de lo posible la pobreza y sus secuelas, las cuales van desde la desnutrición y las enfermedades, hasta la elevada mortalidad infantil y también materna, aunque ésta última el profesor no la señala, a pesar de ser notablemente alta en América Latina y el Caribe.
No refiere tampoco que a comunidades indígenas del centro y sur de América ni siquiera llegan los medios de comunicación masiva, ni hay médicos, ni enfermeras, y mucho menos escuelas e instituciones sociales. La pobreza en nuestra región es multifactorial, o sea, en ella influyen un conjunto grande de factores, entre los cuales la preocupación gubernamental, sobre una línea política bien definida al respecto, adquiere ribetes estratégicos insustituibles y lamentablemente inexistente en la mayoría de ellos.
Pudiera mencionarse a Cuba, sin chovinismos, por supuesto. Un país pobre, tercermundista, con pocos recursos naturales y financieros, bloqueado económica, financiera y comercialmente por la mayor potencia mundial desde hace casi 50 años, y que, sin embargo, mantiene una tasa de mortalidad infantil de 5,3 por cada mil nacidos vivos. Ese es el resultado de una preocupación sobre todo, política en función de la sociedad. Están creadas las estructuras y estrategias para atender a las embarazadas con la mayor prioridad, cuidar y educar a los niños, y garantizarle los alimentos básicos…
¿Por qué el panorama, entonces, es tan diferente en otros países con mayores riquezas? Talmente parece que la pobreza forma parte de la plataforma de vida de esas naciones y no debe cambiar. Ni siquiera en los medios de comunicación masiva hay un reflejo real de tan agudo problema. El espacio disponible en noticiarios, revistas y periódicos se destina a las crónicas roja o rosa y a un periodismo totalmente amarillista, sin sentido humano alguno. Vaya suerte la que les ha tocado a esos receptores.
En el texto “Los nuevos actores”, Gro Harlem Brundtland hace una amplia disertación de las bondades de las inversiones en el sector de la salud pública y pondera –desmedidamente, a mi modo de ver— las acciones en ese sentido ejecutadas por el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), como si esa institución tuviera en sus manos la fórmula mágica y todos los recursos para desterrar la pobreza de los países del área. Trata sobre las enfermedades más recurrentes en los niños: respiratorias, diarreas, condiciones y complicaciones en el momento del parto…, refiere la presencia e influencia de la malnutrición, la calidad del agua, el pobre saneamiento…, y define que “invertir en la infancia significa invertir en la erradicación de la pobreza”.
Es verdad. ¿Pero cuánto se invierte en la infancia y cuánto, en sentido general, para erradicar la pobreza? Las cifras son alarmantes, por pequeñas. Países poderosamente económicos en el área y otros que no lo son tanto, gastan miles de millones en inversiones para el desarrollo productivo, económico, pero casi nada para favorecer el denominado desarrollo humano. Por eso, contrario a lo que señala el profesor en su artículo, considero que el desarrollo humano debe permanecer como categoría para evaluar el mejoramiento de la calidad de vida de las personas en cualquier parte del mundo. Una cosa es el desarrollo industrial, por ejemplo, y otra muy diferente el vinculado al mejoramiento social.
La pobreza no puede combatirse con “curitas de mercurocromo”. El problema es tan grande y agudo que requiere de programas abarcadores, como la Iniciativa Contra el Hambre en América Latina y el Caribe, puesta en práctica por la Oficina Regional de la FAO, y a la cual se han adherido ya varios países.
Por tanto, los análisis en ese sentido tienen que ser mucho más profundo que los que acabo de leer.
Todas las mañanas, junto con cuatro médicos cubanos que atendían a la mayoría de la población pobre de esa localidad, iba a desayunar a un restaurante –nada lujoso, por cierto— que estaba ubicado frente a la línea de un tren suburbano. Y todas las mañanas, sin excepción, frente a la puerta de cristal con el cartel “Empuje”, estaba el niño de cabellos rubios y ojos vivaces, con la ropa raída, descalzo, famélico… Me miraba con un reclamo que laceraba mi alma. No decía una palabra. Cuando me sentaba frente a los alimentos, del otro lado del cristal extendía su manito, pidiendo algo que llevar a su boca.
Una y otra vez dejaba casi intacto el desayuno y envolvía en servilletas dos pasteles y se los daba. Él sonreía agradecido y con una voz casi ininteligible, decía: “Gracias, señor”.
Era el rostro infantil del hambre. Él simbolizaba –al menos para mi— a los 854 millones de personas que no se alimentan en el mundo, de los cuales 54 millones –el 10 % de la población— viven en América Latina.
El problema, por su agudeza y sensibilidad, como tanto ha insistido la FAO, va más allá de una simple valoración del descuido en la etapa de la niñez, como afirma el conferencista. Es cierto lo que él subraya: “la pobreza se observa con una visión limitada”. Pero centra la perspectiva del desarrollo, privativamente, en la denominada “libertad humana”, como parte de la “vida social”.
Esa es sólo una arista de tan complejo problema.
Reseña, en una parte, el efecto de la economía y especialmente del Producto Interno Bruto, también llamado Producto Bruto Nacional, en la conformación de una estructura social capaz de garantizar la atención y los cuidados a los infantes: salud, educación, alimentación, programas de desarrollo…
No obstante, hay un aspecto sólo mencionado, que es la voluntad política, el cual resulta, en esencia, la base principal para afrontar y erradicar en la medida de lo posible la pobreza y sus secuelas, las cuales van desde la desnutrición y las enfermedades, hasta la elevada mortalidad infantil y también materna, aunque ésta última el profesor no la señala, a pesar de ser notablemente alta en América Latina y el Caribe.
No refiere tampoco que a comunidades indígenas del centro y sur de América ni siquiera llegan los medios de comunicación masiva, ni hay médicos, ni enfermeras, y mucho menos escuelas e instituciones sociales. La pobreza en nuestra región es multifactorial, o sea, en ella influyen un conjunto grande de factores, entre los cuales la preocupación gubernamental, sobre una línea política bien definida al respecto, adquiere ribetes estratégicos insustituibles y lamentablemente inexistente en la mayoría de ellos.
Pudiera mencionarse a Cuba, sin chovinismos, por supuesto. Un país pobre, tercermundista, con pocos recursos naturales y financieros, bloqueado económica, financiera y comercialmente por la mayor potencia mundial desde hace casi 50 años, y que, sin embargo, mantiene una tasa de mortalidad infantil de 5,3 por cada mil nacidos vivos. Ese es el resultado de una preocupación sobre todo, política en función de la sociedad. Están creadas las estructuras y estrategias para atender a las embarazadas con la mayor prioridad, cuidar y educar a los niños, y garantizarle los alimentos básicos…
¿Por qué el panorama, entonces, es tan diferente en otros países con mayores riquezas? Talmente parece que la pobreza forma parte de la plataforma de vida de esas naciones y no debe cambiar. Ni siquiera en los medios de comunicación masiva hay un reflejo real de tan agudo problema. El espacio disponible en noticiarios, revistas y periódicos se destina a las crónicas roja o rosa y a un periodismo totalmente amarillista, sin sentido humano alguno. Vaya suerte la que les ha tocado a esos receptores.
En el texto “Los nuevos actores”, Gro Harlem Brundtland hace una amplia disertación de las bondades de las inversiones en el sector de la salud pública y pondera –desmedidamente, a mi modo de ver— las acciones en ese sentido ejecutadas por el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), como si esa institución tuviera en sus manos la fórmula mágica y todos los recursos para desterrar la pobreza de los países del área. Trata sobre las enfermedades más recurrentes en los niños: respiratorias, diarreas, condiciones y complicaciones en el momento del parto…, refiere la presencia e influencia de la malnutrición, la calidad del agua, el pobre saneamiento…, y define que “invertir en la infancia significa invertir en la erradicación de la pobreza”.
Es verdad. ¿Pero cuánto se invierte en la infancia y cuánto, en sentido general, para erradicar la pobreza? Las cifras son alarmantes, por pequeñas. Países poderosamente económicos en el área y otros que no lo son tanto, gastan miles de millones en inversiones para el desarrollo productivo, económico, pero casi nada para favorecer el denominado desarrollo humano. Por eso, contrario a lo que señala el profesor en su artículo, considero que el desarrollo humano debe permanecer como categoría para evaluar el mejoramiento de la calidad de vida de las personas en cualquier parte del mundo. Una cosa es el desarrollo industrial, por ejemplo, y otra muy diferente el vinculado al mejoramiento social.
La pobreza no puede combatirse con “curitas de mercurocromo”. El problema es tan grande y agudo que requiere de programas abarcadores, como la Iniciativa Contra el Hambre en América Latina y el Caribe, puesta en práctica por la Oficina Regional de la FAO, y a la cual se han adherido ya varios países.
Por tanto, los análisis en ese sentido tienen que ser mucho más profundo que los que acabo de leer.
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