
El 16 de octubre se celebra el Día Mundial de la Alimentación. En esta ocasión tiene como tema central: “La Seguridad Alimentaria Mundial: los desafíos del cambio climático y la Bioenergía”.
Más que una celebración, como ha advertido la Organización de las Naciones Unidades para la Agricultura y la Alimentación (FAO), es momento propicio para hacer un llamado a los países del mundo, sociedades, sectores y grupos a no olvidar que hay demasiadas personas que padecen hambre en el mundo, y que la cifra crece por días.
La realidad es alarmante. Ya unos 923 millones –73 millones más en sólo un año-- de seres humanos están subalimentados en el orbe, de ellos unos 50 millones (me parece una cifra conservadora) en América Latina y el Caribe. ¿Qué hacer ante tan desastrosa situación? Resulta evidente que las políticas puestas en práctica nada han resuelto, como las promesas fijadas en las Cumbres han quedado sólo en eso: promesas y nada más.
Hoy la situación es aún peor que en años anteriores. Los altos precios de los alimentos y combustibles continúan aumentando las tasas de inflación, impactando negativamente el bienestar de la población, y el desarrollo de los biocombustibles, a los cuales es más apropiado llamarlos agrocombustibles, sólo hace más ricos a los ricos y poderosos y más pobres a los pobres y hambrientos.
Estimaciones de la FAO indican que 6 millones de personas podrían haberse sumado en el 2007 a la población que padece hambre en América Latina y el Caribe, a raíz del desajuste –o mejor dicho, desastre- de los precios de los productos alimentarios en el mercado internacional. Ello elevaría la población total de hambrientos a 51 millones en el área, lo que representa un retroceso en los avances logrados entre 1990 y 2005.
“El problema no es que no hemos avanzado, sino que no hemos logrado sostener los avances y perdimos prácticamente 15 años de esfuerzos en sólo dos años de alza de los precios”, observó José Graziano da Silva, representante regional de la organización.
Los elevados precios de los alimentos han invertido la tendencia positiva para alcanzar los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM) de reducir a la mitad la cantidad de personas hambrientas en el mundo para el 2015. Parecen objetivos inalcanzables, a pesar de que el hambre y la pobreza constituyen los problemas sociales más acuciantes que afronta el mundo de hoy. Un reciente despacho noticioso fechado en la Oficina de la FAO en Roma da cuenta que “alcanzar la meta fijada en la Cumbre Mundial sobre la Alimentación de 1996 de reducir a la mitad la cifra de hambrientos es una posibilidad todavía más remota”.
“Para los compradores netos de alimentos -donde se incluyen casi todas las familias urbanas y una gran parte de las rurales-, el alza de precios ha tenido un impacto negativo a corto plazo sobre los ingresos y el bienestar familiar. Los más pobres –campesinos sin tierra y familias encabezadas por mujeres- han sido los más afectados”, añade la propia fuente. Los países más golpeados por la actual crisis, muchos de ellos en África, necesitarán al menos 30 mil millones anuales de dólares para garantizar su seguridad alimentaria y reactivar sistemas agrícolas que han sido descuidados durante mucho tiempo. Cuesta trabajo comprender y admitir tranquilamente entonces que el gobierno de un país tan rico como de los Estados Unidos aporte nada más y nada menos que 700 mil millones de dólares para levantar una economía en bancarrota y tratar de sostener al sistema capitalista, mientras una parte tan grande de la población del mundo padece de hambre y todos los años mueren 9 millones de seres humanos por falta de alimentación sin que haga siquiera un pronunciamiento al respecto. ¿Simples paradojas? No. Demostración de poder, desprecio por el semejante, afianzamiento financiero para los poderosos de este mundo que está “patas arriba”, en el cual impera, sobre todo, “la ley de la selva”.
Para romper el círculo vicioso del hambre y la pobreza, se requiere actuar de forma urgente en dos frentes, según ha definido la FAO: hacer que la población más vulnerable tenga acceso a alimentos y ayudar a los pequeños productores a aumentar su producción y sus ingresos. No hay otros caminos. Y de existir, aún no han sido descubiertos.
En el informe “El estado mundial de la Agricultura y la Alimentación-2008”, acabado de difundir en Roma, se señala: “Como en cualquier tipo de agricultura, una producción de biocombustibles en aumento puede resultar una amenaza para los recursos de agua y tierras, así como para la biodiversidad, por lo que se requieren unas medidas políticas adecuadas para minimizar los posibles efectos negativos. Las repercusiones variarán en función de las materias primas y los lugares, y dependerán de las prácticas de cultivo y de si nuevas tierras han empezado a utilizarse para la producción de materias primas para biocombustibles o de si éstas han reemplazado otros cultivos. La ampliación de la demanda de productos básicos exacerbará las presiones sobre los recursos naturales básicos, incrementando las áreas cultivadas. Por otro lado, el uso de materias primas perennes en tierras degradadas o marginales puede garantizar una producción de biocombustibles sostenible, pero la viabilidad económica de dichas opciones puede constituir una limitación a corto plazo”.
Y subraya: “Dada la escala potencial de mercado de los biocombustibles, la incertidumbre relativa a la evolución a largo plazo de los precios y el gran número de hogares pobres, la cuestión de cuáles serán los efectos de la ampliación de la producción de biocombustibles en la seguridad alimentaria de las poblaciones pobres debería ocupar un lugar destacado en el programa político”.
Sumemos a esos problemas las consecuencias del cambio climático, con la consiguiente elevación de la temperatura, la deforestación galopante y alarmante, la falta de agua por un lado y las grandes inundaciones por otro, la disminución de los niveles de pesca, el aumento de la frecuencia e intensidad de los huracanes que afectan, sobre todo, a los países caribeños… Los compromisos de disminuir la emisión de gases a la atmósfera para evitar el efecto de invernadero y reducir los productos que contaminan los ríos, lagos y el mar se incumplen fundamentalmente por los países desarrollados, los grandes productores, los que desangran los cultivos que permiten fabricar los agrocombustibles para sustituir sus enormes importaciones del caro y escaso petróleo.
La Oficina Regional de la FAO ha lanzado la Iniciativa “América Latina y el Caribe sin Hambre-2025”, en cuyos preceptos está contenido el convencimiento pleno de que resulta una meta posible, porque “desde todos los frentes se puede hacer algo para contribuir a lograrlo”. Algunos gobiernos de la región se han adherido a ella, pero todavía resultan insuficientes los esfuerzos, el apoyo y las acciones concretas.
El Día Mundial de la Alimentación es propicio para meditar a profundidad sobre tan complejos temas de la vida cotidiana. Resulta ético, humano y moral erradicar el hambre y la pobreza en el mundo, no sólo “multiplicando los panes y los peces”, como en el pasaje bíblico, sino también con políticas concretas, coherentes, abarcadoras y objetivas.
Ramón Barreras Ferrán
El 16 de octubre se celebra el Día Mundial de la Alimentación. En esta ocasión tiene como tema central: “La Seguridad Alimentaria Mundial: los desafíos del cambio climático y la Bioenergía”.
Más que una celebración, como ha advertido la Organización de las Naciones Unidades para la Agricultura y la Alimentación (FAO), es momento propicio para hacer un llamado a los países del mundo, sociedades, sectores y grupos a no olvidar que hay demasiadas personas que padecen hambre en el mundo, y que la cifra crece por días.
La realidad es alarmante. Ya unos 923 millones –73 millones más en sólo un año-- de seres humanos están subalimentados en el orbe, de ellos unos 50 millones (me parece una cifra conservadora) en América Latina y el Caribe. ¿Qué hacer ante tan desastrosa situación? Resulta evidente que las políticas puestas en práctica nada han resuelto, como las promesas fijadas en las Cumbres han quedado sólo en eso: promesas y nada más.
Hoy la situación es aún peor que en años anteriores. Los altos precios de los alimentos y combustibles continúan aumentando las tasas de inflación, impactando negativamente el bienestar de la población, y el desarrollo de los biocombustibles, a los cuales es más apropiado llamarlos agrocombustibles, sólo hace más ricos a los ricos y poderosos y más pobres a los pobres y hambrientos.
Estimaciones de la FAO indican que 6 millones de personas podrían haberse sumado en el 2007 a la población que padece hambre en América Latina y el Caribe, a raíz del desajuste –o mejor dicho, desastre- de los precios de los productos alimentarios en el mercado internacional. Ello elevaría la población total de hambrientos a 51 millones en el área, lo que representa un retroceso en los avances logrados entre 1990 y 2005.
“El problema no es que no hemos avanzado, sino que no hemos logrado sostener los avances y perdimos prácticamente 15 años de esfuerzos en sólo dos años de alza de los precios”, observó José Graziano da Silva, representante regional de la organización.
Los elevados precios de los alimentos han invertido la tendencia positiva para alcanzar los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM) de reducir a la mitad la cantidad de personas hambrientas en el mundo para el 2015. Parecen objetivos inalcanzables, a pesar de que el hambre y la pobreza constituyen los problemas sociales más acuciantes que afronta el mundo de hoy. Un reciente despacho noticioso fechado en la Oficina de la FAO en Roma da cuenta que “alcanzar la meta fijada en la Cumbre Mundial sobre la Alimentación de 1996 de reducir a la mitad la cifra de hambrientos es una posibilidad todavía más remota”.
“Para los compradores netos de alimentos -donde se incluyen casi todas las familias urbanas y una gran parte de las rurales-, el alza de precios ha tenido un impacto negativo a corto plazo sobre los ingresos y el bienestar familiar. Los más pobres –campesinos sin tierra y familias encabezadas por mujeres- han sido los más afectados”, añade la propia fuente. Los países más golpeados por la actual crisis, muchos de ellos en África, necesitarán al menos 30 mil millones anuales de dólares para garantizar su seguridad alimentaria y reactivar sistemas agrícolas que han sido descuidados durante mucho tiempo. Cuesta trabajo comprender y admitir tranquilamente entonces que el gobierno de un país tan rico como de los Estados Unidos aporte nada más y nada menos que 700 mil millones de dólares para levantar una economía en bancarrota y tratar de sostener al sistema capitalista, mientras una parte tan grande de la población del mundo padece de hambre y todos los años mueren 9 millones de seres humanos por falta de alimentación sin que haga siquiera un pronunciamiento al respecto. ¿Simples paradojas? No. Demostración de poder, desprecio por el semejante, afianzamiento financiero para los poderosos de este mundo que está “patas arriba”, en el cual impera, sobre todo, “la ley de la selva”.
Para romper el círculo vicioso del hambre y la pobreza, se requiere actuar de forma urgente en dos frentes, según ha definido la FAO: hacer que la población más vulnerable tenga acceso a alimentos y ayudar a los pequeños productores a aumentar su producción y sus ingresos. No hay otros caminos. Y de existir, aún no han sido descubiertos.
En el informe “El estado mundial de la Agricultura y la Alimentación-2008”, acabado de difundir en Roma, se señala: “Como en cualquier tipo de agricultura, una producción de biocombustibles en aumento puede resultar una amenaza para los recursos de agua y tierras, así como para la biodiversidad, por lo que se requieren unas medidas políticas adecuadas para minimizar los posibles efectos negativos. Las repercusiones variarán en función de las materias primas y los lugares, y dependerán de las prácticas de cultivo y de si nuevas tierras han empezado a utilizarse para la producción de materias primas para biocombustibles o de si éstas han reemplazado otros cultivos. La ampliación de la demanda de productos básicos exacerbará las presiones sobre los recursos naturales básicos, incrementando las áreas cultivadas. Por otro lado, el uso de materias primas perennes en tierras degradadas o marginales puede garantizar una producción de biocombustibles sostenible, pero la viabilidad económica de dichas opciones puede constituir una limitación a corto plazo”.
Y subraya: “Dada la escala potencial de mercado de los biocombustibles, la incertidumbre relativa a la evolución a largo plazo de los precios y el gran número de hogares pobres, la cuestión de cuáles serán los efectos de la ampliación de la producción de biocombustibles en la seguridad alimentaria de las poblaciones pobres debería ocupar un lugar destacado en el programa político”.
Sumemos a esos problemas las consecuencias del cambio climático, con la consiguiente elevación de la temperatura, la deforestación galopante y alarmante, la falta de agua por un lado y las grandes inundaciones por otro, la disminución de los niveles de pesca, el aumento de la frecuencia e intensidad de los huracanes que afectan, sobre todo, a los países caribeños… Los compromisos de disminuir la emisión de gases a la atmósfera para evitar el efecto de invernadero y reducir los productos que contaminan los ríos, lagos y el mar se incumplen fundamentalmente por los países desarrollados, los grandes productores, los que desangran los cultivos que permiten fabricar los agrocombustibles para sustituir sus enormes importaciones del caro y escaso petróleo.
La Oficina Regional de la FAO ha lanzado la Iniciativa “América Latina y el Caribe sin Hambre-2025”, en cuyos preceptos está contenido el convencimiento pleno de que resulta una meta posible, porque “desde todos los frentes se puede hacer algo para contribuir a lograrlo”. Algunos gobiernos de la región se han adherido a ella, pero todavía resultan insuficientes los esfuerzos, el apoyo y las acciones concretas.
El Día Mundial de la Alimentación es propicio para meditar a profundidad sobre tan complejos temas de la vida cotidiana. Resulta ético, humano y moral erradicar el hambre y la pobreza en el mundo, no sólo “multiplicando los panes y los peces”, como en el pasaje bíblico, sino también con políticas concretas, coherentes, abarcadoras y objetivas.
Más que una celebración, como ha advertido la Organización de las Naciones Unidades para la Agricultura y la Alimentación (FAO), es momento propicio para hacer un llamado a los países del mundo, sociedades, sectores y grupos a no olvidar que hay demasiadas personas que padecen hambre en el mundo, y que la cifra crece por días.
La realidad es alarmante. Ya unos 923 millones –73 millones más en sólo un año-- de seres humanos están subalimentados en el orbe, de ellos unos 50 millones (me parece una cifra conservadora) en América Latina y el Caribe. ¿Qué hacer ante tan desastrosa situación? Resulta evidente que las políticas puestas en práctica nada han resuelto, como las promesas fijadas en las Cumbres han quedado sólo en eso: promesas y nada más.
Hoy la situación es aún peor que en años anteriores. Los altos precios de los alimentos y combustibles continúan aumentando las tasas de inflación, impactando negativamente el bienestar de la población, y el desarrollo de los biocombustibles, a los cuales es más apropiado llamarlos agrocombustibles, sólo hace más ricos a los ricos y poderosos y más pobres a los pobres y hambrientos.
Estimaciones de la FAO indican que 6 millones de personas podrían haberse sumado en el 2007 a la población que padece hambre en América Latina y el Caribe, a raíz del desajuste –o mejor dicho, desastre- de los precios de los productos alimentarios en el mercado internacional. Ello elevaría la población total de hambrientos a 51 millones en el área, lo que representa un retroceso en los avances logrados entre 1990 y 2005.
“El problema no es que no hemos avanzado, sino que no hemos logrado sostener los avances y perdimos prácticamente 15 años de esfuerzos en sólo dos años de alza de los precios”, observó José Graziano da Silva, representante regional de la organización.
Los elevados precios de los alimentos han invertido la tendencia positiva para alcanzar los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM) de reducir a la mitad la cantidad de personas hambrientas en el mundo para el 2015. Parecen objetivos inalcanzables, a pesar de que el hambre y la pobreza constituyen los problemas sociales más acuciantes que afronta el mundo de hoy. Un reciente despacho noticioso fechado en la Oficina de la FAO en Roma da cuenta que “alcanzar la meta fijada en la Cumbre Mundial sobre la Alimentación de 1996 de reducir a la mitad la cifra de hambrientos es una posibilidad todavía más remota”.
“Para los compradores netos de alimentos -donde se incluyen casi todas las familias urbanas y una gran parte de las rurales-, el alza de precios ha tenido un impacto negativo a corto plazo sobre los ingresos y el bienestar familiar. Los más pobres –campesinos sin tierra y familias encabezadas por mujeres- han sido los más afectados”, añade la propia fuente. Los países más golpeados por la actual crisis, muchos de ellos en África, necesitarán al menos 30 mil millones anuales de dólares para garantizar su seguridad alimentaria y reactivar sistemas agrícolas que han sido descuidados durante mucho tiempo. Cuesta trabajo comprender y admitir tranquilamente entonces que el gobierno de un país tan rico como de los Estados Unidos aporte nada más y nada menos que 700 mil millones de dólares para levantar una economía en bancarrota y tratar de sostener al sistema capitalista, mientras una parte tan grande de la población del mundo padece de hambre y todos los años mueren 9 millones de seres humanos por falta de alimentación sin que haga siquiera un pronunciamiento al respecto. ¿Simples paradojas? No. Demostración de poder, desprecio por el semejante, afianzamiento financiero para los poderosos de este mundo que está “patas arriba”, en el cual impera, sobre todo, “la ley de la selva”.
Para romper el círculo vicioso del hambre y la pobreza, se requiere actuar de forma urgente en dos frentes, según ha definido la FAO: hacer que la población más vulnerable tenga acceso a alimentos y ayudar a los pequeños productores a aumentar su producción y sus ingresos. No hay otros caminos. Y de existir, aún no han sido descubiertos.
En el informe “El estado mundial de la Agricultura y la Alimentación-2008”, acabado de difundir en Roma, se señala: “Como en cualquier tipo de agricultura, una producción de biocombustibles en aumento puede resultar una amenaza para los recursos de agua y tierras, así como para la biodiversidad, por lo que se requieren unas medidas políticas adecuadas para minimizar los posibles efectos negativos. Las repercusiones variarán en función de las materias primas y los lugares, y dependerán de las prácticas de cultivo y de si nuevas tierras han empezado a utilizarse para la producción de materias primas para biocombustibles o de si éstas han reemplazado otros cultivos. La ampliación de la demanda de productos básicos exacerbará las presiones sobre los recursos naturales básicos, incrementando las áreas cultivadas. Por otro lado, el uso de materias primas perennes en tierras degradadas o marginales puede garantizar una producción de biocombustibles sostenible, pero la viabilidad económica de dichas opciones puede constituir una limitación a corto plazo”.
Y subraya: “Dada la escala potencial de mercado de los biocombustibles, la incertidumbre relativa a la evolución a largo plazo de los precios y el gran número de hogares pobres, la cuestión de cuáles serán los efectos de la ampliación de la producción de biocombustibles en la seguridad alimentaria de las poblaciones pobres debería ocupar un lugar destacado en el programa político”.
Sumemos a esos problemas las consecuencias del cambio climático, con la consiguiente elevación de la temperatura, la deforestación galopante y alarmante, la falta de agua por un lado y las grandes inundaciones por otro, la disminución de los niveles de pesca, el aumento de la frecuencia e intensidad de los huracanes que afectan, sobre todo, a los países caribeños… Los compromisos de disminuir la emisión de gases a la atmósfera para evitar el efecto de invernadero y reducir los productos que contaminan los ríos, lagos y el mar se incumplen fundamentalmente por los países desarrollados, los grandes productores, los que desangran los cultivos que permiten fabricar los agrocombustibles para sustituir sus enormes importaciones del caro y escaso petróleo.
La Oficina Regional de la FAO ha lanzado la Iniciativa “América Latina y el Caribe sin Hambre-2025”, en cuyos preceptos está contenido el convencimiento pleno de que resulta una meta posible, porque “desde todos los frentes se puede hacer algo para contribuir a lograrlo”. Algunos gobiernos de la región se han adherido a ella, pero todavía resultan insuficientes los esfuerzos, el apoyo y las acciones concretas.
El Día Mundial de la Alimentación es propicio para meditar a profundidad sobre tan complejos temas de la vida cotidiana. Resulta ético, humano y moral erradicar el hambre y la pobreza en el mundo, no sólo “multiplicando los panes y los peces”, como en el pasaje bíblico, sino también con políticas concretas, coherentes, abarcadoras y objetivas.
Ramón Barreras Ferrán
El 16 de octubre se celebra el Día Mundial de la Alimentación. En esta ocasión tiene como tema central: “La Seguridad Alimentaria Mundial: los desafíos del cambio climático y la Bioenergía”.
Más que una celebración, como ha advertido la Organización de las Naciones Unidades para la Agricultura y la Alimentación (FAO), es momento propicio para hacer un llamado a los países del mundo, sociedades, sectores y grupos a no olvidar que hay demasiadas personas que padecen hambre en el mundo, y que la cifra crece por días.
La realidad es alarmante. Ya unos 923 millones –73 millones más en sólo un año-- de seres humanos están subalimentados en el orbe, de ellos unos 50 millones (me parece una cifra conservadora) en América Latina y el Caribe. ¿Qué hacer ante tan desastrosa situación? Resulta evidente que las políticas puestas en práctica nada han resuelto, como las promesas fijadas en las Cumbres han quedado sólo en eso: promesas y nada más.
Hoy la situación es aún peor que en años anteriores. Los altos precios de los alimentos y combustibles continúan aumentando las tasas de inflación, impactando negativamente el bienestar de la población, y el desarrollo de los biocombustibles, a los cuales es más apropiado llamarlos agrocombustibles, sólo hace más ricos a los ricos y poderosos y más pobres a los pobres y hambrientos.
Estimaciones de la FAO indican que 6 millones de personas podrían haberse sumado en el 2007 a la población que padece hambre en América Latina y el Caribe, a raíz del desajuste –o mejor dicho, desastre- de los precios de los productos alimentarios en el mercado internacional. Ello elevaría la población total de hambrientos a 51 millones en el área, lo que representa un retroceso en los avances logrados entre 1990 y 2005.
“El problema no es que no hemos avanzado, sino que no hemos logrado sostener los avances y perdimos prácticamente 15 años de esfuerzos en sólo dos años de alza de los precios”, observó José Graziano da Silva, representante regional de la organización.
Los elevados precios de los alimentos han invertido la tendencia positiva para alcanzar los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM) de reducir a la mitad la cantidad de personas hambrientas en el mundo para el 2015. Parecen objetivos inalcanzables, a pesar de que el hambre y la pobreza constituyen los problemas sociales más acuciantes que afronta el mundo de hoy. Un reciente despacho noticioso fechado en la Oficina de la FAO en Roma da cuenta que “alcanzar la meta fijada en la Cumbre Mundial sobre la Alimentación de 1996 de reducir a la mitad la cifra de hambrientos es una posibilidad todavía más remota”.
“Para los compradores netos de alimentos -donde se incluyen casi todas las familias urbanas y una gran parte de las rurales-, el alza de precios ha tenido un impacto negativo a corto plazo sobre los ingresos y el bienestar familiar. Los más pobres –campesinos sin tierra y familias encabezadas por mujeres- han sido los más afectados”, añade la propia fuente. Los países más golpeados por la actual crisis, muchos de ellos en África, necesitarán al menos 30 mil millones anuales de dólares para garantizar su seguridad alimentaria y reactivar sistemas agrícolas que han sido descuidados durante mucho tiempo. Cuesta trabajo comprender y admitir tranquilamente entonces que el gobierno de un país tan rico como de los Estados Unidos aporte nada más y nada menos que 700 mil millones de dólares para levantar una economía en bancarrota y tratar de sostener al sistema capitalista, mientras una parte tan grande de la población del mundo padece de hambre y todos los años mueren 9 millones de seres humanos por falta de alimentación sin que haga siquiera un pronunciamiento al respecto. ¿Simples paradojas? No. Demostración de poder, desprecio por el semejante, afianzamiento financiero para los poderosos de este mundo que está “patas arriba”, en el cual impera, sobre todo, “la ley de la selva”.
Para romper el círculo vicioso del hambre y la pobreza, se requiere actuar de forma urgente en dos frentes, según ha definido la FAO: hacer que la población más vulnerable tenga acceso a alimentos y ayudar a los pequeños productores a aumentar su producción y sus ingresos. No hay otros caminos. Y de existir, aún no han sido descubiertos.
En el informe “El estado mundial de la Agricultura y la Alimentación-2008”, acabado de difundir en Roma, se señala: “Como en cualquier tipo de agricultura, una producción de biocombustibles en aumento puede resultar una amenaza para los recursos de agua y tierras, así como para la biodiversidad, por lo que se requieren unas medidas políticas adecuadas para minimizar los posibles efectos negativos. Las repercusiones variarán en función de las materias primas y los lugares, y dependerán de las prácticas de cultivo y de si nuevas tierras han empezado a utilizarse para la producción de materias primas para biocombustibles o de si éstas han reemplazado otros cultivos. La ampliación de la demanda de productos básicos exacerbará las presiones sobre los recursos naturales básicos, incrementando las áreas cultivadas. Por otro lado, el uso de materias primas perennes en tierras degradadas o marginales puede garantizar una producción de biocombustibles sostenible, pero la viabilidad económica de dichas opciones puede constituir una limitación a corto plazo”.
Y subraya: “Dada la escala potencial de mercado de los biocombustibles, la incertidumbre relativa a la evolución a largo plazo de los precios y el gran número de hogares pobres, la cuestión de cuáles serán los efectos de la ampliación de la producción de biocombustibles en la seguridad alimentaria de las poblaciones pobres debería ocupar un lugar destacado en el programa político”.
Sumemos a esos problemas las consecuencias del cambio climático, con la consiguiente elevación de la temperatura, la deforestación galopante y alarmante, la falta de agua por un lado y las grandes inundaciones por otro, la disminución de los niveles de pesca, el aumento de la frecuencia e intensidad de los huracanes que afectan, sobre todo, a los países caribeños… Los compromisos de disminuir la emisión de gases a la atmósfera para evitar el efecto de invernadero y reducir los productos que contaminan los ríos, lagos y el mar se incumplen fundamentalmente por los países desarrollados, los grandes productores, los que desangran los cultivos que permiten fabricar los agrocombustibles para sustituir sus enormes importaciones del caro y escaso petróleo.
La Oficina Regional de la FAO ha lanzado la Iniciativa “América Latina y el Caribe sin Hambre-2025”, en cuyos preceptos está contenido el convencimiento pleno de que resulta una meta posible, porque “desde todos los frentes se puede hacer algo para contribuir a lograrlo”. Algunos gobiernos de la región se han adherido a ella, pero todavía resultan insuficientes los esfuerzos, el apoyo y las acciones concretas.
El Día Mundial de la Alimentación es propicio para meditar a profundidad sobre tan complejos temas de la vida cotidiana. Resulta ético, humano y moral erradicar el hambre y la pobreza en el mundo, no sólo “multiplicando los panes y los peces”, como en el pasaje bíblico, sino también con políticas concretas, coherentes, abarcadoras y objetivas.
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